"Todo se reduce a la esperanza" Daisaku Ikeda

lunes, septiembre 04, 2017

Poesía y enfermedad: el lenguaje poético ante lo real. Nayagua

Os dejo una reflexión sobre mi escritura que salió publicado en Nayagua 25, en la página 117

http://www.cpoesiajosehierro.org/web/uploads/pdf/7d0967d3386d211b4a9967ad061ec11b.pdf

Poesía y enfermedad: el lenguaje poético ante lo real


“Nada tiene que ver el dolor con el dolor
nada tiene que ver la desesperación con la desesperación
las palabras que usamos para designar estas cosas están viciadas
no hay nombres en la zona muda.”

Enrique Lihn, Diario de muerte


Escribo este texto en la habitación de un hospital. En esta zona muda quiero encontrar las palabras precisas, no viciadas, que pongan lindes al terreno donde germina mi poesía. Advierto que teorizar sobre la propia creación me sitúa en un lugar incómodo porque de un tiempo a esta parte no puedo dar nada por sentado, intuyo una poética en construcción, en un estado permanente de aprendizaje, como el vivir. Desde el nacimiento y enfermedad de mi hija, el eje sobre el que se podría anclar mi poesía no cesa de moverse, incluso de fragmentarse. Enrique Lihn escribe su Diario de muerte enfermo de cáncer. 

“Escribir el dolor/ para proyectarlo/ para actuar sobre él con la palabra” escribe Chantall Maillard
. Elijo este punto de partida. Conozco el territorio del dolor, una pulsión inevitable me lleva a hablar de él (o desde él). Entonces las palabras de Ajmátova en su Réquiem se convierten en un mandato, y un desafío. “¿Y usted puede describir esto? Y yo dije- Puedo”.

 “El soplo quiere una forma” grita Hélène Cixous en La llegada a la escritura. El dolor quiere una forma, parafraseo. Una forma nueva y desconocida para transitar una zona terrible y desconocida, donde habita lo real, y de la que no se puede hablar. 
Existe un punto de inflexión natural en mi creación que separa los libros que anteceden al hecho nombrado. Menos miedo se publica antes y su escritura supone para mí una vía de conocimiento, un indagar en la memoria (situarse en ese refugio familiar para rescatar los afectos), enfrentarse con el miedo a través de la escritura para neutralizarlo, cantar el amor y las posibilidades de la palabra para alumbrar ciertas sombras. Su escritura me llevó al menos seis años y hubo un trabajo sobre el andamiaje de los textos, el ritmo, las imágenes y metáforas... Una escritura que, al paso de los años, la veo como una  apuesta estética, con un cariz ontológico y metafísico sí, pero un juego del que podía salir indemne, porque tenía la libertad para abandonar. Escribía desde un “cuarto propio” más o menos apuntalado. En algunos textos de este libro di rienda suelta a cierta imaginería simbolista y surrealista para hablar de la angustia, incluso de la depresión, pero desde la distancia de quien ya se sabe a salvo, tan solo arriesgaba mi capacidad como poeta, y eso, ahora lo sé, no es tan trascendental. Pero llegó el dolor y la muerte/posible, y tuve que nombrar lo real. De las estanterías de ese cuarto se cayeron apuntes de los románticos, y Goethe, y Derrida, y la vanguardia, y la posmodernidad, y el discurso roto, y la fragmentación del sujeto lírico, y la anulación de la sintaxis etc, etc. “La estética si no está al servicio de algo más importante es inútil”, afirma Maillard en una entrevista. Me quedé desnuda en un cuarto vacío. El olor de un hospital, la aguja que penetra, el flujo de oxígeno que se oye en la noche, la herida real en la carne real de tu propia hija, ¿cómo se nombran? No podía jugar con el lenguaje, o no sólo. La enfermedad no me pertenece, no quiero apropiarme de ella, pero hay algo quizá más consustancial que el propio mal. El dolor de un hijo te sitúa en un precipicio en el que la angustia no te deja pensar/construir un discurso propio coherente, todo estalla, hay que levantar de nuevo esa torre de sentido construida durante años. Debo resignificar las palabras. La escritura, como la vida, se sitúa ahora en el límite. 

El signo es arbitrario, pero el dolor no, escribía Alberto Chessa tras la lectura de mi libro La hija
. Era necesario limpiar las ruinas teóricas y acercarme a quienes me precedían en esta tarea tan real que enfrenta vida y muerte. Anna Ajmátova, Chantall Maillard, Mary Jo Bang, Paul Celan, Juana Castro, Silvia Plath, Roberto Bolaño, Enrique Lihn, Francisco Umbral... Literatura/vida es el binomio recurrente al abordar la creación de muchos escritores, ¿cómo afrontarlo ahora desde esta trinchera? Quería escapar de una autorreferencialidad narcisista, hablar de lo universal desde mi condición de sujeto lírico distinto a mi yo herido, que mi voz fuera “transparente” para sumar las voces de una experiencia que trascienda el “yo”, una experiencia que, sabemos bien, no se puede nombrar, y sin embargo, tanto el libro La hija como el inédito El amor y la ira comienzan con el verbo ser en primera persona, qué sospechoso. Tal vez porque la enfermedad dinamita tu propio ser, y una ya no sabe cuánto podrá soportar, aflora la necesidad de que el poema sea ese “lugar donde todo sucede” del que hablaba Pizarnik, ese espacio donde se pueda ser sin la atadura del sentido, de lo contingente, donde se pueda amar sin condiciones, donde se pueda soñar una curación, el único lugar de paradoja donde la aguja deje de ser aguja. Estamos de acuerdo en que la literatura es ficción y el poema un artificio, sin embargo, ¿por qué en este caso la escritura se convierte en urgencia, nombrar en un asunto vital, y el decir poético, ahora sí, te compromete porque te juegas la vida, o cuanto menos la cura que ofrece la poesía? 

En La hija se plantea una tensión entre cierta “historia” que quiero narrar y cómo forzar la palabra poética hasta un espacio de significación nuevo para que de fe de ese acontecimiento. Los poemas se van articulando como piezas de un puzzle que pretendo sea un todo con una organización interna determinada, en este caso, un discurso del proceso de gestación, nacimiento, enfermedad de mi hija, y de la superación del dolor a través del amor. La obra deja entrever un plan previo que en cierto modo me sorprende (mi poesía anteriormente no había sido narrativa), y se pone en marcha una lírica que pretende defender una épica del dolor con su heroína, su tiempo y su lugar, sus personajes secundarios y sus distintas tramas. En este articular el discurso poético concibo la escritura como tránsito hacia la compasión, y deseo que se produzca una reverberación gracias a la complicidad de quien la reciba. Que el verso lanzado al estanque pueda hacer ondas ad infinitum. Pero sé de mis limitaciones para escribir el poema que quiero escribir. Al mismo tiempo, recupero la palabra como signo, y por tanto elemento de comunicación. Trabajo sobre palabras precisas y consciente me aproximo a cada texto con dos objetivos claros: el ritmo (que considero esencial a la poesía), y las capas de significación. Quiero hablar de lo que no se puede decir de la forma más diáfana posible, he ahí el desafío. En este sentido me erijo conscientemente en la voz que describa lo que otras muchas madres viven en las zonas más oscuras de este hospital. No obstante a la pregunta que aquellas mujeres, a las puertas de la cárcel, le hacen a Ajmátova aparece la duda, ¿puedo?
Durante la escritura de La hija surgen otros textos, un cuaderno paralelo en el que percibo que mi voz es distinta. En La hija hay todavía cierta confianza en la palabra que pueda disolver la enfermedad. En el inédito El amor y la ira la tensión se resuelve con la manifestación de una palabra tullida, una palabra inane, una palabra llena de agujeros de bala. A la enfermedad como hecho vital la rodea un contexto que agudiza sus consecuencias: el rechazo de los otros, la lástima, la soledad, la falta de compasión, el estigma de la discapacidad... Cuando ya habíamos aceptado la lucha vida/muerte llega una lucha más sutil pero más mortífera. Ante lo real la palabra se había erigido casi victoriosa con su poder evocador y su capacidad para iluminar esa zona muda, y esa palabra se asentaba sobre algunos presupuestos budistas que funcionan como un sustrato que alimenta cada uno de mis actos poéticos. Concebir el poema como acción que a través de las palabras pueda transformar el veneno en medicina. O que la voz haga la tarea del Buda, es decir que se produzca la alquimia y el resultado sea dotar de una luz nueva a los viejos términos para llegar a una comprensión más profunda. Como afirma Zambrano de los poetas, reflexionando sobre filosofía y poesía: “quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad”.

Sin embargo, mantener esa unidad es una tarea muy difícil. En El amor y la ira se presiente cierta incapacidad para apresar las distintas voces que se multiplican, pero sobre todo acallar la que conoce bien la fragilidad del verbo, porque sabemos las trampas del lenguaje, y las palabras se yerguen como torres de plumas, escribo en un poema, o he perdido la capacidad para hablarle a la muerte
El primer texto que surge de El amor y la ira está en prosa y en él establezco una polifonía que enfrenta ese yo múltiple con los otros, un juego de tipografías y cierta teatralidad rompen los esquemas de los textos anteriores, y por otro lado se continúa ese camino abierto en La hija que pretendía partir de la compasión (ahora se trata de la falta de ella) e interpelar a los otros en el poema, hacerles partícipes de ese dolor. Este texto lo escribo tras la primera visita a un centro de discapacitados, aunque las referencias se diluyen, ya no me interesa la realidad con sus datos sino expresar la conmoción que produce en mí esa experiencia. A partir de este texto, que se sitúa al final del libro, concibo un libro con más libertad que pueda ser un amalgama de formas y ecos, y que en los poemas se dé esa confluencia de voces en diálogo con un tú que forme parte del organismo textual (querría ser tu hermana/ y que fuésemos juntos a curarnos la fiebre). Asimismo, regreso a la imaginería surrealista, con la que me siento muy libre, imágenes que aunque sigan conviviendo con lo real de la enfermedad y su contexto, pretenden abrir una puerta a la ensoñación como vía de escape, y por qué no de terapéutica expiación. Un bestiario de animales, seres mitológicos, insectos, y pájaros pueblan  los versos (una fauna que aparecía ya en La hija en este libro campa a sus anchas) queriendo que el conjunto se convierta en un ecosistema en el que pueda cohabitar la belleza de seres delicados con otros monstruosos, espacios luminosos frente a zonas más sombrías. La hija se transforma entonces en una mirla, un pájaro acuático, un pez veloz que se sumerge y emerge sin las ataduras de lo referencial, frente a los otros que son hermanas elefante con su colmillo sordo, cíclopes matando a manotazos al héroe, o muñecos de peluche con ojos vacíos a lo pizarnik.
Aunque el verbo esté debilitado, aunque haya perdido su orgánica firmeza y sólo sea un signo marcando el límite, no cejo en la tarea de expresar el amor, fuerza sanadora que intento insuflar, y fundar, en el poema. Aun siendo más consciente que nunca de que en esta lucha contra la enfermedad la palabra se ha resentido, intento una y otra vez regresar al poder detonador del lenguaje poético, con su resonancia, a la palabra evocadora y en apertura constante, para escapar de lo real.  
Escribir/porque crujen las rodillas/y hay como un sueño/esperando a ser soñado
/justo detrás del dolor

Escribir para que suceda como en los musicales de Hollywood en los que la narración se interrumpe para dar paso a unos instantes de goce y extrañeza, sin tiempo, sin espacio y sin contingencia. Escribir para que cese el pitido de una máquina y una melodía nueva, pero a la vez reconfortante, silencie la amenaza de la muerte.

Artículo en El Cultural: Radiografía del dolor en la literatura

Un interesante artículo de Jaime Cedillo publicado en El Cultural que hace un recorrido por algunas de las obras que han tratado el tema de la enfermedad, la muerte, el dolor en sus distintas vertientes. Una buena panorámica, y un honor estar ahí con autores y autoras tan grandes. Os dejo el enlace y el texto.

 http://www.elcultural.com/noticias/letras/Radiografia-del-dolor-en-la-literatura/10895

 Radiografía del dolor en la literatura

 La enfermedad siempre ha tenido su lugar en la literatura universal. Desde las pestes y las plagas hasta el SIDA o el cáncer pasando por la tuberculosis, que sirvió de caldo de cultivo a tantos autores románticos a partir de la crisis de finales del siglo XVIII, cada época de la historia ha soportado sus propias afecciones. Pero a pesar de ser dos términos unidos en el tiempo, la enfermedad y la literatura han protagonizado un nuevo encuentro en el mundo actual. El rechazo del dolor por parte de esta nueva sociedad posmoderna, demasiado preocupada por la publicidad de la salud mental -mens sana in corpore sano-, ha sido precisamente la causa fundamental de esta renovación. Los autores españoles más representativos de esta nueva corriente hablan para El Cultural.

 JAIME CEDILLO | 27/06/2017


 La sociedad contemporánea no está preparada para el dolor. En concreto, el mundo occidental y el culto que actualmente se rinde a la juventud, la salud y el deporte han tejido un velo demasiado opaco entre la vida y la muerte. Por ello la enfermedad no acaba por familiarizarse con un mundo donde los hospitales, los tanatorios y los cementerios están demasiado lejos de la vida social, tal y como apunta la poeta Olga Muñoz Carrasco (Madrid, 1973), que publicó en 2016 Cráter, Danza, un poemario de gran potencia metafórica escrito mientras luchaba contra un cáncer. Marta Agudo (Madrid, 1971), autora de Historial, publicado en abril por la editorial Calambur, se pregunta: "¿Te imaginas un gran hospital en medio de la Gran Vía?"

 Historial es el último ejemplo de una nueva corriente dentro de la literatura de la enfermedad en España. Influenciada por clásicos como La montaña mágica de Thomas Mann, quizás sea el primer libro que aborda la enfermedad desde una perspectiva más técnica -la medicina se refiere a esta literatura como "relatos patográficos"-, Marta Agudo establece con este poemario una intención clara de hablar del dolor ("adicción, lapsus del cerebro") sin concesiones. "La enfermedad es el lado nocturno de la vida", reza la cita que abre Historial, extraída de La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag. Este ensayo, escrito por la autora norteamericana en 1978, es uno de los libros imprescindibles en la era contemporánea, pues "rompió el tabú de la enfermedad en la literatura", según afirma Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965), autor de Diario del hombre pálido, una obra honda y sin artificios que cuenta la historia en 139 días de un hombre enfermo atado a una máquina de diálisis.

 Para el pamplonés, El año del pensamiento mágico de Joan Didion fue la otra obra que derribó los cánones establecidos por la literatura de la enfermedad. Este diario en el que la autora narra la enfermedad de su hija y la muerte de su marido es una reflexión sobre el instante: "Te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba". De la misma forma que el texto de Didion está repleto de informes hospitalarios y nombres de medicamentos, se agradece la estructura a modo de guion cinematográfico por la que opta y la escritura directa que emplea. Didion mezcla la enfermedad y el duelo en una obra emocionante con imágenes potentes como el pasaje en el que dona las ropas del marido a su muerte. Al recoger sus botas, se pregunta: "Si las entrego, cómo podrá volver".

 El diario, género de la enfermedad

 El diario es el género que mejor se presta a la hora de abordar textos sobre la enfermedad. En España existen ejemplos que van desde el Diario de un enfermo de Azorín hasta El Mundo de Juan José Millás o Diario de una enfermera de Isla Correyero, un poemario de 1996 que aborda la literatura de hospital más que ningún otro de los contemporáneos. En medio, Leopoldo María Panero con los Poemas del manicomio de Mondragón o Francisco Umbral con Mortal y Rosa también se acercan al diario, pero no es exactamente el tipo de literatura que se corresponde con esta nueva corriente. El primero aborda la enajenación mental y el segundo es un canto lírico al duelo por la muerte de su hijo, pero ciertamente ninguno de ellos se inmiscuye en el dolor físico como lo hace, por ejemplo, Rafael Argullol con Davalú o el dolor. Se trata de un diario-ensayo de 2001 en el que relata, con perspectiva filosófica y reflexiva, su dolor de cervicales en un viaje a la Habana.

 Pabellón de reposo (1944), una de las obras más tempranas de Camilo José Cela, es un libro necesario para tomar como referencia desde esta nueva corriente que se aproxima al dolor sin contemplaciones. Cela se desmarca de la perspectiva romántica con la que la literatura había poetizado la tuberculosis a través de la historia de siete enfermos terminales. "Los últimos instantes de la tuberculosis no son, en verdad, tan hermosos como han querido presentárnoslos los poetas románticos", escribe la señorita del 14, pues los personajes no tienen nombre, sino que son llamados por el número de su habitación. Tan latente se percibe el dolor físico en la obra que fue prohibida en sanatorios de tuberculosos como los que visitó el autor antes de escribir el libro.

 Si se escribe en primera persona, "será una literatura más encarnizada", apunta Marta Agudo, a la que sólo le hicieron falta cuatro horas en una residencia de enfermos mentales de Zaragoza para compartir esa "revelación" a través de su último libro. Por su parte, Olvido García Valdés (Asturias, 1950) fue reconocida con el Premio Nacional de Poesía en 2006 por su libro Y todos estábamos vivos donde dialoga sutilmente con la enfermedad. En general, su trayectoria contiene pasajes dedicados a las dolencias o las patologías, utilizando como símbolo a una polilla que aparece en toda su obra -su poesía reunida recibe el nombre de Esa polilla que delante de mí revolotea- porque "la aparición del animal señala la extrañeza que a veces se siente de estar vivo".

 La mujer, un cuerpo en eterno conflicto

 En general, las mujeres han tenido una implicación especial a la hora de abordar la literatura de la enfermedad. Según Olga Muñoz Carrasco, la razón estriba en que "la mujer convive con su cuerpo de manera más radical".

En efecto, "la vida del hombre es lineal y la mujer es cíclica; por tanto, la menstruación, el parto, la lactancia y la menopausia, todas relacionadas con el dolor, hacen que exista un diálogo más íntimo con el cuerpo", concede Marta Agudo. Por su parte, Marta Sanz, que acaba de publicar Clavícula, una novela que a priori parece la confesión de una hipocondriaca, se refiere al cuerpo femenino como un "espacio de conflicto y contradicción en una sociedad que nos reduce al estereotipo -musa, santa, madre, puta-, por lo que las mujeres nos rebelamos". Clavícula es, antes que una honesta confesión emocional, un valiente ejercicio de escritura, tan implacable como reflexiva y política. La enfermedad sin nombre, aunque real porque se siente y duele, es el punto de partida de una posición ideológica desde la que denuncia la precariedad laboral de su gremio -"somos el proletariado de la letra"-, así como la desigualdad de sexos, responsable según la autora de enfermedades como la que ella padece. "El cuerpo es lo que nos duele por la presión biológica y la presión social", denuncia Sanz, al tiempo que explica que "las injusticias en el trabajo repercuten en la salud física y mental de mujeres sobreexplotadas en el ámbito familiar y laboral".

Clavícula es una reivindicación del derecho a estar enfermo desde un punto de vista optimista y tratado "con la menor dosis de cinismo posible". Chantal Maillard (Bruselas, 1951) y María García Zambrano (Alicante, 1973) son otras de las mujeres que han tenido muy en cuenta la mirada y la perspectiva a la hora de insertar la enfermedad en la literatura. La primera, que cuenta con obras tan importantes como Matar a Platón, Premio Nacional de Poesía en 2004, o La mujer de pie en 2015, propone "escribir el dolor / para proyectarlo / para actuar sobre él con la palabra". Mientras, García Zambrano, autora de La hija, un emocionante poemario que relata la enfermedad de quien da nombre al título, es partidaria de "enfrentarse con el miedo a través de la escritura para neutralizarlo". Existen obras anteriores escritas por autoras inolvidables que referencian esta inseparable relación de la mujer y su cuerpo. Por ejemplo, Estar enfermo de Virginia Woolf, en la que afronta la enfermedad como un cambio del espíritu y expresa un lamento porque no tenga en la literatura el prestigio que merece, o Réquiem de Anna Ajmàtova, en la que la poeta rusa se retrata a sí misma como una mujer que enferma físicamente a partir de dolores emocionales, como estar perseguida por el gobierno de Stalin o la encarcelación de su hijo.

 El dolor sin victimismos

 Isabel Bono (Málaga, 1964) prefiere el realismo si se opta por la primera persona, como sucede en la mayoría de los casos. Eso sí, "sin caer en sentimentalismos ni considerándolo desde un punto de vista técnico o dando consejos médicos", reclama la autora, galardonada con el Premio Café Gijón 2016 por la novela Una casa en Bleturge, que relata la historia de una familia rota por la muerte de un hijo y la enfermedad de un familiar.

En este sentido se manifiesta Gracia Armendáriz respecto al tono: "Sin victimismos, por favor. Para escribir hay que venir llorado". Por su parte, Marta Agudo proclama que no haya normas, pues "la buena literatura está llena de 'delgadas líneas rojas' que precisamente la convierten en más interesante". Mientras tanto, Sergio Gaspar (Guadalajara, 1954), autor de Estancia, una obra en la que relata los últimos días que pasa junto a su madre antes de morir, propone cualquier tono, contenido o visceral, mientras que el texto sea válido. Incluso el humor tiene cabida en la antesala de la muerte.

Isabel Bono cree que "la mirada irónica es fundamental", mientras que Gaspar está "harto de que me digan que hay temas tan serios que no se puede uno reír de ellos". El autor de Estancia asegura que "el humor combate las ideas dominantes como la no aceptación del dolor"; por tanto, incluso "sería saludable reírse del cáncer". A Marta Sanz, por su parte, le interesa "el lirismo del humor escatológico". En cualquier caso, esta renovación de la literatura de la enfermedad ha sido el resultado de una ruptura con el consenso de la complacencia. El riesgo en el lenguaje y la mirada directa hacia el dolor se han impuesto en el debate sobre aquellos que dicen rechazar el exhibicionismo.

Tal y como dijo Constantino Bértolo, editor de la obra Sangre en el ojo, de Lina Meruane, "el enfermo está absorbido por su padecimiento". Así, cuando contraes una enfermedad, "la relación con tu cuerpo cambia, y el lenguaje acusa este ajuste", según afirma Olga Muñoz Carrasco. En definitiva, "con la lengua pasa lo mismo que con el cuerpo: no pensamos en ella habitualmente pero a veces nos paramos a observar sus mecanismos y procesos", dice Olvido García Valdés, que explora la corporalidad y el dolor en toda su obra.

 La flor negra de la enfermedad

 En realidad, la enfermedad ha formado parte de la literatura desde la escritura del Antiguo Testamento, que se hizo eco de las plagas que azotaron al Pueblo Elegido. Posteriormente, las pestes que tantas vidas se llevaron por delante durante varios siglos fueron evocadas por Bocaccio en el Decamerón, por Daniel Defoe y por Albert Camus, que transformó la ciudad de Orán (Argelia) en una metáfora moral del terror nazi cuando escribió La peste en 1946. También, autores como Dostoievski, que abordó la epilepsia; Chejov, asmático; o Tolstoi, que describió el dolor de forma casi insoportable en La muerte de Ivan Illich, han otorgado a la enfermedad un papel importante en su obra. En cambio, a autores como Vicente Aleixandre, enfermo crónico, o Ángel González, que conoció la poesía mientras estaba convaleciente por tuberculosis, no se les recuerdan grandes poemas a propósito de sus afecciones.

 Además de las grandes obras sobre la enfermedad, permanecerá el legado de relatos como El dúo de la tos, de Leopoldo Alas Clarín, donde dos enfermos se comunican tosiendo; El pecho, de Philip Roth, la historia de un hombre que amanece convertido en una teta; o Literatura + enfermedad = Literatura, del libro póstumo El gaucho insufrible de Roberto Bolaño, donde aparece la siguiente cita: "Follar es lo único que desean los que van a morir". Por otro lado, cabe destacar un poema repleto de simbolismo en 12 partes, Tanto abril en octubre, de Jorge Riechmann (Madrid, 1962). El simbolismo es una característica común en este tipo de literatura, desde la polilla de Olvido García Valdés hasta la garrapata de Clavícula, de Marta Sanz. También en Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares, donde un choque fortuito entre dos transeúntes deja a uno de ellos con una flor negra entre las manos, la enfermedad, de la que no puede desprenderse por más que lo intenta.

viernes, junio 02, 2017

Reseña de La hija, María Ángeles Pérez López


La quimera del desvelo y del despojo: La hija por María Ángeles Pérez López (Nayagua nº24, página 212)

http://www.cpoesiajosehierro.org/web/uploads/pdf/494284c599d80c5565f777ceeb7d3c59.pdf


Álvaro Mutis se refirió a los hospitales como espacios de encuentro con la verdad: “Esa calurosa solidaridad humana que se encuentra en las cárceles, en los hospitales y demás sitios de dolor, bien valen tanta hora negra que aquí se vive. Hay una tremenda y definitiva verdad en todo esto”, escribió el gran autor colombiano en una entrevista con Elena Poniatowska a propósito de su Reseña de los Hospitales de Ultramar (1955).

Tal vez la palabra que más trasluzca un poemario que se vuelve imprescindible es la palabra verdad. Hay en La hija de María García Zambrano (Elda, 1973) una indagación inquisitiva sobre la verdad aséptica y despiadada que respiran los hospitales. A partir de dos epígrafes iniciales de Nichiren Daishonin y de Hélène Cixous, el libro se abre con un poema sin título, a modo de poética, cuyo primer verso nos sitúa en la atmósfera opresiva y angustiada en que va a irse desenvolviendo: “Soy la dulce letanía de los niños muertos en este hospital”.

Dividido en cuatro partes –“El deseo”, “El dolor”, “Daños colaterales” y “El amor”–, sin embargo va conduciendo sus horas negras hacia la desembocadura que es el amor, porque la última parte da sentido a todas las demás, ofrece un modo final de epifanía. Tras el poema-pórtico, una cita inicial de Raúl Zurita nombra el dolor cayendo sobre las costas de su país como una costra supurada sobre las playas, del mismo modo que sobre las cajitas de cristal de los neonatos supura el miedo su costra transparente. A partir de ese momento, el poema “Preludio” comienza el libro. El primer endecasílabo marca la respiración valiente que va a ir acompañándolo: “La madre se atavía de coraza”. Sin que domine una matriz isosilábica, pues los poemas van abriéndose en versos largos (“Clausura los resquicios por donde salta un cuerpo a desaparecer”) y concentrándose en mínimas unidades versales (“Y canta”), el libro establece su carácter sacral como oración que confía en la fortaleza del lenguaje; por ello, tras la cita de Zurita, “Preludio” se cierra con la siguiente estrofa: “Sentir que es en el mar en donde cae/ y él podrá curarla con su infinito/ podrá sanar a la hija, traerla/ envuelta en olas, espuma, y vida.” De ahí que el poema “La escritura” pida ser la forma que asume ese deseo, “la lógica extensión de la desdicha”.

Los poemas, titulados a menudo con un solo sustantivo, van a ir hundiendo sus pies en lo real. Como en la cita de Juan Gelman atribuida a José Galván en Relaciones (1973), las palabras se hunden en la realidad hasta hacerlas delirar como ella. En esa atmósfera enfebrecida y sin embargo, rabiosamente precisa, escribe García Zambrano. Así, “El deseo”, y especialmente “El dolor” y “Daños colaterales”, van trazando un recorrido de angustia. La segunda parte, titulada de modo sencillo y contundente (“El dolor”) se presenta como un bolo alimenticio que superara el tamaño del estómago, aquel elefante devorado por la serpiente en El principito de Saint-Exupéry: es su ilegibilidad, su insoportable presencia lo que sobrecoge.

Dos citas iniciales, de Juana Castro y de quien suscribe estas palabras, colocan el lenguaje en la exacta órbita del dolor, con sus días y noches imposibles de distinguirse. A partir de ahí, los poemas “El quirófano”, “El miedo”, “La tristeza”, “El hospital”, conforman los referentes externos de aquella realidad en la que se hunden las palabras. De su temblor, de su alucinación enfebrecida, surge la certeza: “LA HIJA VIVIRÁ”. Como quien se dice a sí mismo en mayúsculas aquello que necesita ser poderosamente ratificado, como quien repite a modo de mantra la más sencilla y exhausta enunciación afirmativa, así el poemario apuesta por las marcas tipográficas que dan intensidad a la palabra.

Sin embargo, el libro no es el relato de una enfermedad sino una declaración total de amor: ese amor sin condiciones que explica la plenitud (y la precariedad) de lo humano, el vínculo que construye comunidades solidísimas que se sostienen en el hilo invisible que ata a los neonatos con el pecho doliente del lenguaje y por el que manan gotas de palabras también, a su modo, nutricias. Frente a los fundamentos gnoseológicos de la filosofía, frente al debate entre esencia y existencia, en la poesía se hace presente la existencia con su verdad radical e insustituible. Frente a los verbos condicionales, frente a las cláusulas de tantos pactos en la vida, frente a los matices o los talvezquiensabe, en este libro la entrega es total porque el amor es total.

El empleo de recursos como las mayúsculas, con su inmediatez gráfica, en poemas como “El amor”, así lo recuerdan, y numerosas repeticiones (anáforas, paralelismos sintácticos, etc.) ahondan en esa línea. Por tanto, no es la experiencia del hospital la que hace grande el libro, sino haber buceado sin condiciones, sin concesiones, en esa zona abismática de dolor axial. Es haber escrito “con despojos”, sabiéndose ocupada por todas las otras madres que también se es y apostando por el gesto de la sutura, que convoca a través de la rima interna las palabras arquitectura y sepultura para nombrar “El hospital”, y que luego se nombra también como “hendidura amargura negrura”. Es, pues, haber ido más allá y más hondo del dolor para preguntarse, en “La paradoja”: "¿Podrá la aguja no atravesar su vida / quedarse en la superficie / que la carne la expulse / que rechace a la aguja penetrándola? / ¿Podrá la aguja dejar de ser aguja?" Solo en el espacio del poema, la aguja puede abandonar su condición punzante y dolorosa para ser derrotada por la carne (la vida, el cuerpo, el nido), mientras los cuervos abren su tajo y las enfermeras limpian “la escama de pez agonizante”.

Hay en el libro espanto pero también reciedumbre. Nacemos y nadie nos enseña “a rumiar el dolor”; sin embargo, su pasta amarga recorre las cavidades de la boca y le hacemos frente porque desconocemos nuestro propio límite. Hacia ese límite camina este libro. Hacia su expiación en forma de poema. Hacia la locura que es también otro límite, como en el poema igualmente titulado: “Matar al escorpió / (huérfano el animal que criará la muerte / hincar en él tu porfía / el ahínco / toda la luz que puedas darle”. Hacia ese espacio de resistencia que es la vida frente a la especialista, la burócrata, la limpiadora, aquellas que desconocen el modo en el que se dice la pavura, la desesperación. Escrito en diálogo con muchos otros textos (son numerosos los epígrafes utilizados –de Ana Pérez Cañamares en el poema “El deseo”, de Alejandra Pizarnik en “El miedo” y “La pregunta”, de Albert Camus en “El juego de los otros”, de David Eloy Rodríguez en “La plenitud”–), La hija explora uno de los no-lugares que estableció Marc Augé para convertirlo en lugar: el hospital deja de ser un lugar de paso, una zona enigmática y efímera que se caracteriza por su condición ahistórica e impersonal para volverse, a través de la experiencia total del amor vuelto lenguaje, palimpsesto “donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación”, en palabras de Augé. Es en ese espacio que aspira a su plenitud, a su sentido, a su vocación conformadora, donde la poesía se juega por completo.
 Con intensidad extrema escribió Eugenio Montejo (Caracas 1938-Valencia 2008) sobre el nacimiento de su hijo prematuro en el libro Adiós al siglo xx (1997). Escribir con despojos fue la tarea de Juana Castro (Villanueva de Córdoba, 1945) en Del dolor y las alas (1982), de María Auxiliadora Álvarez (Caracas, 1956) en Cuerpo (1985) y de Isla Correyero (Cáceres, 1957) en Diario de una enfermera (1996). Se escribe aquí con la leche huérfana de la hija, con aquella que solo puede alimentarla a través de una sonda nasogástrica (porque no hay en la neonata condiciones adecuadas para alimentarse por sí misma), y que cae dentro del cuerpo como cae dentro de la página, vocal a vocal. La asistencia mecánica es la que permite, convirtiendo a la madre en cyborg, apelar a lo natural en su frontera dolorosísima con lo anti-natural, con la desoladora robotización de la sensibilidad extrema que sin embargo salva la vida al convertirla en lenguaje, pues es en el poema donde el amor puede cobrar presencia, donde la hija es providencia y des-aprender, donde es niña pájaro y resulta posible curar la boca “de pequeños guijarros”.

Publicado por El sastre de Apollinaire, que conduce el poeta Agustín Sánchez Antequera, La hija es el tercer libro de la autora –tras El sentido de este viaje (Aguaclara, 2007) y Menos miedo (Premio Carmen Conde, Torremozas, 2012)– y forma el número 7 de un hermoso proyecto editorial que cuenta con títulos anteriores de Fernando Nombela, José Kozer o Luis Luna. Se trata de libros en papel sostenible cuyo lenguaje nos hace soñar con una humanidad sostenible, porque en La hija de María García Zambrano se festeja la posibilidad de la sutura y la palabra.