"Todo se reduce a la esperanza" Daisaku Ikeda

viernes, junio 02, 2017

Reseña de La hija, María Ángeles Pérez López


La quimera del desvelo y del despojo: La hija por María Ángeles Pérez López (Nayagua nº24, página 212)

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Álvaro Mutis se refirió a los hospitales como espacios de encuentro con la verdad: “Esa calurosa solidaridad humana que se encuentra en las cárceles, en los hospitales y demás sitios de dolor, bien valen tanta hora negra que aquí se vive. Hay una tremenda y definitiva verdad en todo esto”, escribió el gran autor colombiano en una entrevista con Elena Poniatowska a propósito de su Reseña de los Hospitales de Ultramar (1955).

Tal vez la palabra que más trasluzca un poemario que se vuelve imprescindible es la palabra verdad. Hay en La hija de María García Zambrano (Elda, 1973) una indagación inquisitiva sobre la verdad aséptica y despiadada que respiran los hospitales. A partir de dos epígrafes iniciales de Nichiren Daishonin y de Hélène Cixous, el libro se abre con un poema sin título, a modo de poética, cuyo primer verso nos sitúa en la atmósfera opresiva y angustiada en que va a irse desenvolviendo: “Soy la dulce letanía de los niños muertos en este hospital”.

Dividido en cuatro partes –“El deseo”, “El dolor”, “Daños colaterales” y “El amor”–, sin embargo va conduciendo sus horas negras hacia la desembocadura que es el amor, porque la última parte da sentido a todas las demás, ofrece un modo final de epifanía. Tras el poema-pórtico, una cita inicial de Raúl Zurita nombra el dolor cayendo sobre las costas de su país como una costra supurada sobre las playas, del mismo modo que sobre las cajitas de cristal de los neonatos supura el miedo su costra transparente. A partir de ese momento, el poema “Preludio” comienza el libro. El primer endecasílabo marca la respiración valiente que va a ir acompañándolo: “La madre se atavía de coraza”. Sin que domine una matriz isosilábica, pues los poemas van abriéndose en versos largos (“Clausura los resquicios por donde salta un cuerpo a desaparecer”) y concentrándose en mínimas unidades versales (“Y canta”), el libro establece su carácter sacral como oración que confía en la fortaleza del lenguaje; por ello, tras la cita de Zurita, “Preludio” se cierra con la siguiente estrofa: “Sentir que es en el mar en donde cae/ y él podrá curarla con su infinito/ podrá sanar a la hija, traerla/ envuelta en olas, espuma, y vida.” De ahí que el poema “La escritura” pida ser la forma que asume ese deseo, “la lógica extensión de la desdicha”.

Los poemas, titulados a menudo con un solo sustantivo, van a ir hundiendo sus pies en lo real. Como en la cita de Juan Gelman atribuida a José Galván en Relaciones (1973), las palabras se hunden en la realidad hasta hacerlas delirar como ella. En esa atmósfera enfebrecida y sin embargo, rabiosamente precisa, escribe García Zambrano. Así, “El deseo”, y especialmente “El dolor” y “Daños colaterales”, van trazando un recorrido de angustia. La segunda parte, titulada de modo sencillo y contundente (“El dolor”) se presenta como un bolo alimenticio que superara el tamaño del estómago, aquel elefante devorado por la serpiente en El principito de Saint-Exupéry: es su ilegibilidad, su insoportable presencia lo que sobrecoge.

Dos citas iniciales, de Juana Castro y de quien suscribe estas palabras, colocan el lenguaje en la exacta órbita del dolor, con sus días y noches imposibles de distinguirse. A partir de ahí, los poemas “El quirófano”, “El miedo”, “La tristeza”, “El hospital”, conforman los referentes externos de aquella realidad en la que se hunden las palabras. De su temblor, de su alucinación enfebrecida, surge la certeza: “LA HIJA VIVIRÁ”. Como quien se dice a sí mismo en mayúsculas aquello que necesita ser poderosamente ratificado, como quien repite a modo de mantra la más sencilla y exhausta enunciación afirmativa, así el poemario apuesta por las marcas tipográficas que dan intensidad a la palabra.

Sin embargo, el libro no es el relato de una enfermedad sino una declaración total de amor: ese amor sin condiciones que explica la plenitud (y la precariedad) de lo humano, el vínculo que construye comunidades solidísimas que se sostienen en el hilo invisible que ata a los neonatos con el pecho doliente del lenguaje y por el que manan gotas de palabras también, a su modo, nutricias. Frente a los fundamentos gnoseológicos de la filosofía, frente al debate entre esencia y existencia, en la poesía se hace presente la existencia con su verdad radical e insustituible. Frente a los verbos condicionales, frente a las cláusulas de tantos pactos en la vida, frente a los matices o los talvezquiensabe, en este libro la entrega es total porque el amor es total.

El empleo de recursos como las mayúsculas, con su inmediatez gráfica, en poemas como “El amor”, así lo recuerdan, y numerosas repeticiones (anáforas, paralelismos sintácticos, etc.) ahondan en esa línea. Por tanto, no es la experiencia del hospital la que hace grande el libro, sino haber buceado sin condiciones, sin concesiones, en esa zona abismática de dolor axial. Es haber escrito “con despojos”, sabiéndose ocupada por todas las otras madres que también se es y apostando por el gesto de la sutura, que convoca a través de la rima interna las palabras arquitectura y sepultura para nombrar “El hospital”, y que luego se nombra también como “hendidura amargura negrura”. Es, pues, haber ido más allá y más hondo del dolor para preguntarse, en “La paradoja”: "¿Podrá la aguja no atravesar su vida / quedarse en la superficie / que la carne la expulse / que rechace a la aguja penetrándola? / ¿Podrá la aguja dejar de ser aguja?" Solo en el espacio del poema, la aguja puede abandonar su condición punzante y dolorosa para ser derrotada por la carne (la vida, el cuerpo, el nido), mientras los cuervos abren su tajo y las enfermeras limpian “la escama de pez agonizante”.

Hay en el libro espanto pero también reciedumbre. Nacemos y nadie nos enseña “a rumiar el dolor”; sin embargo, su pasta amarga recorre las cavidades de la boca y le hacemos frente porque desconocemos nuestro propio límite. Hacia ese límite camina este libro. Hacia su expiación en forma de poema. Hacia la locura que es también otro límite, como en el poema igualmente titulado: “Matar al escorpió / (huérfano el animal que criará la muerte / hincar en él tu porfía / el ahínco / toda la luz que puedas darle”. Hacia ese espacio de resistencia que es la vida frente a la especialista, la burócrata, la limpiadora, aquellas que desconocen el modo en el que se dice la pavura, la desesperación. Escrito en diálogo con muchos otros textos (son numerosos los epígrafes utilizados –de Ana Pérez Cañamares en el poema “El deseo”, de Alejandra Pizarnik en “El miedo” y “La pregunta”, de Albert Camus en “El juego de los otros”, de David Eloy Rodríguez en “La plenitud”–), La hija explora uno de los no-lugares que estableció Marc Augé para convertirlo en lugar: el hospital deja de ser un lugar de paso, una zona enigmática y efímera que se caracteriza por su condición ahistórica e impersonal para volverse, a través de la experiencia total del amor vuelto lenguaje, palimpsesto “donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y de la relación”, en palabras de Augé. Es en ese espacio que aspira a su plenitud, a su sentido, a su vocación conformadora, donde la poesía se juega por completo.
 Con intensidad extrema escribió Eugenio Montejo (Caracas 1938-Valencia 2008) sobre el nacimiento de su hijo prematuro en el libro Adiós al siglo xx (1997). Escribir con despojos fue la tarea de Juana Castro (Villanueva de Córdoba, 1945) en Del dolor y las alas (1982), de María Auxiliadora Álvarez (Caracas, 1956) en Cuerpo (1985) y de Isla Correyero (Cáceres, 1957) en Diario de una enfermera (1996). Se escribe aquí con la leche huérfana de la hija, con aquella que solo puede alimentarla a través de una sonda nasogástrica (porque no hay en la neonata condiciones adecuadas para alimentarse por sí misma), y que cae dentro del cuerpo como cae dentro de la página, vocal a vocal. La asistencia mecánica es la que permite, convirtiendo a la madre en cyborg, apelar a lo natural en su frontera dolorosísima con lo anti-natural, con la desoladora robotización de la sensibilidad extrema que sin embargo salva la vida al convertirla en lenguaje, pues es en el poema donde el amor puede cobrar presencia, donde la hija es providencia y des-aprender, donde es niña pájaro y resulta posible curar la boca “de pequeños guijarros”.

Publicado por El sastre de Apollinaire, que conduce el poeta Agustín Sánchez Antequera, La hija es el tercer libro de la autora –tras El sentido de este viaje (Aguaclara, 2007) y Menos miedo (Premio Carmen Conde, Torremozas, 2012)– y forma el número 7 de un hermoso proyecto editorial que cuenta con títulos anteriores de Fernando Nombela, José Kozer o Luis Luna. Se trata de libros en papel sostenible cuyo lenguaje nos hace soñar con una humanidad sostenible, porque en La hija de María García Zambrano se festeja la posibilidad de la sutura y la palabra.

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