"Todo se reduce a la esperanza" Daisaku Ikeda

lunes, septiembre 04, 2017

Poesía y enfermedad: el lenguaje poético ante lo real. Nayagua

Os dejo una reflexión sobre mi escritura que salió publicado en Nayagua 25, en la página 117

http://www.cpoesiajosehierro.org/web/uploads/pdf/7d0967d3386d211b4a9967ad061ec11b.pdf

Poesía y enfermedad: el lenguaje poético ante lo real


“Nada tiene que ver el dolor con el dolor
nada tiene que ver la desesperación con la desesperación
las palabras que usamos para designar estas cosas están viciadas
no hay nombres en la zona muda.”

Enrique Lihn, Diario de muerte


Escribo este texto en la habitación de un hospital. En esta zona muda quiero encontrar las palabras precisas, no viciadas, que pongan lindes al terreno donde germina mi poesía. Advierto que teorizar sobre la propia creación me sitúa en un lugar incómodo porque de un tiempo a esta parte no puedo dar nada por sentado, intuyo una poética en construcción, en un estado permanente de aprendizaje, como el vivir. Desde el nacimiento y enfermedad de mi hija, el eje sobre el que se podría anclar mi poesía no cesa de moverse, incluso de fragmentarse. Enrique Lihn escribe su Diario de muerte enfermo de cáncer. 

“Escribir el dolor/ para proyectarlo/ para actuar sobre él con la palabra” escribe Chantall Maillard
. Elijo este punto de partida. Conozco el territorio del dolor, una pulsión inevitable me lleva a hablar de él (o desde él). Entonces las palabras de Ajmátova en su Réquiem se convierten en un mandato, y un desafío. “¿Y usted puede describir esto? Y yo dije- Puedo”.

 “El soplo quiere una forma” grita Hélène Cixous en La llegada a la escritura. El dolor quiere una forma, parafraseo. Una forma nueva y desconocida para transitar una zona terrible y desconocida, donde habita lo real, y de la que no se puede hablar. 
Existe un punto de inflexión natural en mi creación que separa los libros que anteceden al hecho nombrado. Menos miedo se publica antes y su escritura supone para mí una vía de conocimiento, un indagar en la memoria (situarse en ese refugio familiar para rescatar los afectos), enfrentarse con el miedo a través de la escritura para neutralizarlo, cantar el amor y las posibilidades de la palabra para alumbrar ciertas sombras. Su escritura me llevó al menos seis años y hubo un trabajo sobre el andamiaje de los textos, el ritmo, las imágenes y metáforas... Una escritura que, al paso de los años, la veo como una  apuesta estética, con un cariz ontológico y metafísico sí, pero un juego del que podía salir indemne, porque tenía la libertad para abandonar. Escribía desde un “cuarto propio” más o menos apuntalado. En algunos textos de este libro di rienda suelta a cierta imaginería simbolista y surrealista para hablar de la angustia, incluso de la depresión, pero desde la distancia de quien ya se sabe a salvo, tan solo arriesgaba mi capacidad como poeta, y eso, ahora lo sé, no es tan trascendental. Pero llegó el dolor y la muerte/posible, y tuve que nombrar lo real. De las estanterías de ese cuarto se cayeron apuntes de los románticos, y Goethe, y Derrida, y la vanguardia, y la posmodernidad, y el discurso roto, y la fragmentación del sujeto lírico, y la anulación de la sintaxis etc, etc. “La estética si no está al servicio de algo más importante es inútil”, afirma Maillard en una entrevista. Me quedé desnuda en un cuarto vacío. El olor de un hospital, la aguja que penetra, el flujo de oxígeno que se oye en la noche, la herida real en la carne real de tu propia hija, ¿cómo se nombran? No podía jugar con el lenguaje, o no sólo. La enfermedad no me pertenece, no quiero apropiarme de ella, pero hay algo quizá más consustancial que el propio mal. El dolor de un hijo te sitúa en un precipicio en el que la angustia no te deja pensar/construir un discurso propio coherente, todo estalla, hay que levantar de nuevo esa torre de sentido construida durante años. Debo resignificar las palabras. La escritura, como la vida, se sitúa ahora en el límite. 

El signo es arbitrario, pero el dolor no, escribía Alberto Chessa tras la lectura de mi libro La hija
. Era necesario limpiar las ruinas teóricas y acercarme a quienes me precedían en esta tarea tan real que enfrenta vida y muerte. Anna Ajmátova, Chantall Maillard, Mary Jo Bang, Paul Celan, Juana Castro, Silvia Plath, Roberto Bolaño, Enrique Lihn, Francisco Umbral... Literatura/vida es el binomio recurrente al abordar la creación de muchos escritores, ¿cómo afrontarlo ahora desde esta trinchera? Quería escapar de una autorreferencialidad narcisista, hablar de lo universal desde mi condición de sujeto lírico distinto a mi yo herido, que mi voz fuera “transparente” para sumar las voces de una experiencia que trascienda el “yo”, una experiencia que, sabemos bien, no se puede nombrar, y sin embargo, tanto el libro La hija como el inédito El amor y la ira comienzan con el verbo ser en primera persona, qué sospechoso. Tal vez porque la enfermedad dinamita tu propio ser, y una ya no sabe cuánto podrá soportar, aflora la necesidad de que el poema sea ese “lugar donde todo sucede” del que hablaba Pizarnik, ese espacio donde se pueda ser sin la atadura del sentido, de lo contingente, donde se pueda amar sin condiciones, donde se pueda soñar una curación, el único lugar de paradoja donde la aguja deje de ser aguja. Estamos de acuerdo en que la literatura es ficción y el poema un artificio, sin embargo, ¿por qué en este caso la escritura se convierte en urgencia, nombrar en un asunto vital, y el decir poético, ahora sí, te compromete porque te juegas la vida, o cuanto menos la cura que ofrece la poesía? 

En La hija se plantea una tensión entre cierta “historia” que quiero narrar y cómo forzar la palabra poética hasta un espacio de significación nuevo para que de fe de ese acontecimiento. Los poemas se van articulando como piezas de un puzzle que pretendo sea un todo con una organización interna determinada, en este caso, un discurso del proceso de gestación, nacimiento, enfermedad de mi hija, y de la superación del dolor a través del amor. La obra deja entrever un plan previo que en cierto modo me sorprende (mi poesía anteriormente no había sido narrativa), y se pone en marcha una lírica que pretende defender una épica del dolor con su heroína, su tiempo y su lugar, sus personajes secundarios y sus distintas tramas. En este articular el discurso poético concibo la escritura como tránsito hacia la compasión, y deseo que se produzca una reverberación gracias a la complicidad de quien la reciba. Que el verso lanzado al estanque pueda hacer ondas ad infinitum. Pero sé de mis limitaciones para escribir el poema que quiero escribir. Al mismo tiempo, recupero la palabra como signo, y por tanto elemento de comunicación. Trabajo sobre palabras precisas y consciente me aproximo a cada texto con dos objetivos claros: el ritmo (que considero esencial a la poesía), y las capas de significación. Quiero hablar de lo que no se puede decir de la forma más diáfana posible, he ahí el desafío. En este sentido me erijo conscientemente en la voz que describa lo que otras muchas madres viven en las zonas más oscuras de este hospital. No obstante a la pregunta que aquellas mujeres, a las puertas de la cárcel, le hacen a Ajmátova aparece la duda, ¿puedo?
Durante la escritura de La hija surgen otros textos, un cuaderno paralelo en el que percibo que mi voz es distinta. En La hija hay todavía cierta confianza en la palabra que pueda disolver la enfermedad. En el inédito El amor y la ira la tensión se resuelve con la manifestación de una palabra tullida, una palabra inane, una palabra llena de agujeros de bala. A la enfermedad como hecho vital la rodea un contexto que agudiza sus consecuencias: el rechazo de los otros, la lástima, la soledad, la falta de compasión, el estigma de la discapacidad... Cuando ya habíamos aceptado la lucha vida/muerte llega una lucha más sutil pero más mortífera. Ante lo real la palabra se había erigido casi victoriosa con su poder evocador y su capacidad para iluminar esa zona muda, y esa palabra se asentaba sobre algunos presupuestos budistas que funcionan como un sustrato que alimenta cada uno de mis actos poéticos. Concebir el poema como acción que a través de las palabras pueda transformar el veneno en medicina. O que la voz haga la tarea del Buda, es decir que se produzca la alquimia y el resultado sea dotar de una luz nueva a los viejos términos para llegar a una comprensión más profunda. Como afirma Zambrano de los poetas, reflexionando sobre filosofía y poesía: “quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad”.

Sin embargo, mantener esa unidad es una tarea muy difícil. En El amor y la ira se presiente cierta incapacidad para apresar las distintas voces que se multiplican, pero sobre todo acallar la que conoce bien la fragilidad del verbo, porque sabemos las trampas del lenguaje, y las palabras se yerguen como torres de plumas, escribo en un poema, o he perdido la capacidad para hablarle a la muerte
El primer texto que surge de El amor y la ira está en prosa y en él establezco una polifonía que enfrenta ese yo múltiple con los otros, un juego de tipografías y cierta teatralidad rompen los esquemas de los textos anteriores, y por otro lado se continúa ese camino abierto en La hija que pretendía partir de la compasión (ahora se trata de la falta de ella) e interpelar a los otros en el poema, hacerles partícipes de ese dolor. Este texto lo escribo tras la primera visita a un centro de discapacitados, aunque las referencias se diluyen, ya no me interesa la realidad con sus datos sino expresar la conmoción que produce en mí esa experiencia. A partir de este texto, que se sitúa al final del libro, concibo un libro con más libertad que pueda ser un amalgama de formas y ecos, y que en los poemas se dé esa confluencia de voces en diálogo con un tú que forme parte del organismo textual (querría ser tu hermana/ y que fuésemos juntos a curarnos la fiebre). Asimismo, regreso a la imaginería surrealista, con la que me siento muy libre, imágenes que aunque sigan conviviendo con lo real de la enfermedad y su contexto, pretenden abrir una puerta a la ensoñación como vía de escape, y por qué no de terapéutica expiación. Un bestiario de animales, seres mitológicos, insectos, y pájaros pueblan  los versos (una fauna que aparecía ya en La hija en este libro campa a sus anchas) queriendo que el conjunto se convierta en un ecosistema en el que pueda cohabitar la belleza de seres delicados con otros monstruosos, espacios luminosos frente a zonas más sombrías. La hija se transforma entonces en una mirla, un pájaro acuático, un pez veloz que se sumerge y emerge sin las ataduras de lo referencial, frente a los otros que son hermanas elefante con su colmillo sordo, cíclopes matando a manotazos al héroe, o muñecos de peluche con ojos vacíos a lo pizarnik.
Aunque el verbo esté debilitado, aunque haya perdido su orgánica firmeza y sólo sea un signo marcando el límite, no cejo en la tarea de expresar el amor, fuerza sanadora que intento insuflar, y fundar, en el poema. Aun siendo más consciente que nunca de que en esta lucha contra la enfermedad la palabra se ha resentido, intento una y otra vez regresar al poder detonador del lenguaje poético, con su resonancia, a la palabra evocadora y en apertura constante, para escapar de lo real.  
Escribir/porque crujen las rodillas/y hay como un sueño/esperando a ser soñado
/justo detrás del dolor

Escribir para que suceda como en los musicales de Hollywood en los que la narración se interrumpe para dar paso a unos instantes de goce y extrañeza, sin tiempo, sin espacio y sin contingencia. Escribir para que cese el pitido de una máquina y una melodía nueva, pero a la vez reconfortante, silencie la amenaza de la muerte.

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